Anattā
Tenemos que empezar por distinguir claramente la doctrina buddhista del renacimiento de la teoría de la reencarnación existente en otras tradiciones religiosas que significa la transmigración de un alma y que su material invariable renace. El buddhismo niega la existencia de un alma eterna o invariable creada por un Dios o que emane de una Esencia Divina (paramātma), de modo que cada vez que se habla de reencarnación referida al buddhismo, hay que entender que, en realidad, se está hablando de renacimiento.
Si el alma inmortal, que se supone que es la esencia del hombre, es eterna, no puede haber ni surgimiento ni caída. Además, no puede entenderse por qué “almas diferentes están constituidas en su origen de forma tan variada”.
Para probar la existencia de la felicidad sin fin en un cielo eterno y tormentos sin límite en un infierno eterno, es necesaria la existencia de un alma inmortal. Si no fuera así, ¿qué es lo que se castiga en el infierno o se premia en el cielo?
“Debería decirse”, escribe Bertrand Russell, “que la antigua distinción entre cuerpo y alma se ha evaporado bastante porque la “materia” ha perdido su solidez a la vez que la mente ha perdido su espiritualidad. La psicología está empezando a ser científica. En el estado presente de la psicología la creencia en la inmortalidad no puede en ningún caso reivindicar el apoyo de la ciencia”.
Los buddhistas coinciden con Bertrand Russell cuando dice “hay, obviamente, alguna razón por la que yo soy la misma persona que era ayer y, para usar un ejemplo incluso más obvio, si veo a un hombre y simultáneamente le oigo hablar, tiene algún sentido que el “yo” que ve es el mismo que el “yo” que oye”.
Hasta hace bien poco los científicos creían en un átomo indivisible e indestructible. “Por suficientes razones, los físicos han reducido este átomo a una serie de eventos. Por razones igualmente buenas los psicólogos concluyen que la mente no tiene la identidad de una continuidad única, sino la de una serie de acontecimientos conectados con un cuerpo viviente y otros acontecimientos que tienen lugar después de que el cuerpo haya muerto”.
Como dice C.E.M. Joad en “El Sentido de la Vida” la materia se ha desintegrado ante nuestros propios ojos. Ya no es sólida; ha dejado de ser perdurable, ya no está determinada por leyes causales compulsivas; y, lo más importante de todo, ha dejado de ser conocida”.
Los así llamados átomos, parece ser, son tanto “divisibles como destructibles”. Los electrones y protones que componen el átomo “pueden juntarse y aniquilarse unos a otros, mientras que su persistencia, tal como es, más que como la de una cosa, es la de una ola que carece de límites fijos y está en proceso de cambio continuo tanto en lo que se refiere a la forma como a la posición”.
El obispo Berkeley, que demostró que este así llamado átomo es una ficción metafísica, no obstante, sostuvo que existe una sustancia espiritual llamada alma.
Hume investigó la consciencia y percibió que no había nada excepto fugaces estados mentales y concluyó que el supuesto “ego permanente” no existe.
“Hay algunos filósofos”, dice, “que imaginan que somos conscientes en todo momento de lo que llamamos “nuestro yo”, que sentimos su existencia y su continuidad en la existencia y así, estamos seguros… tanto de su perfecta identidad como de su simplicidad. Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que yo llamo “mi yo”, siempre encuentro alguna percepción particular o la contraria -de frío o calor, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer-. Yo nunca me encuentro… y nunca puedo observar nada sino la percepción… ni concebir qué requisito más me hace falta para hacer de mí una perfecta no-entidad”.
Bergson dice: “Toda consciencia es existencia temporal; y un estado de consciencia no es un estado que perdure sin cambiar, cesa cuando el cambio cesa; no es nada en sí mismo sino cambio”.
Abordando esta cuestión del alma, el profesor James dice: “La teoría del alma es completamente superflua, sobre todo teniendo en cuenta los hechos realmente verificados de la experiencia consciente. Es más, no puede obligarse a nadie a suscribir tal teoría por razones científicas definidas”. Concluyendo su interesante capítulo sobre el alma, dice: “Y en este libro, la solución provisional a la que hemos llegado debe ser la palabra final: los pensamientos mismos son los pensadores”. Del mismo modo, podemos afirmar que la mente no piensa, sino que el pensamiento es la mente.
Watson, un distinguido filósofo, afirma: “Nadie ha tocado nunca un alma o ha visto una en un tubo de ensayo o ha establecido, de alguna forma, relación con ella como lo hace con otros objetos de su experiencia cotidiana. Sin embargo, dudar de su existencia es convertirse en herético y, posiblemente, en otro momento podría haberle conducido hasta perder la cabeza. Incluso hoy, un hombre que ostentara una posición pública, no se atrevería a cuestionarla”.
El Buddha se anticipó a estos hechos hace unos 2500 años.
Según el buddhismo, la mente no es nada sino un compuesto complejo de fugaces estados mentales. Una unidad de consciencia está compuesta de tres fases: surgimiento o génesis (uppāda), fase estacionaria o desarrollo (thiti) y cesación o disolución (bhanga). Inmediatamente tras el estado de cesación de un momento de pensamiento, se da el estado de originación del momento de pensamiento posterior. Cada consciencia momentánea de este proceso vital siempre cambiante, cuando cesa, transmite a su sucesor toda su energía, todas las impresiones indeleblemente grabadas. Cada consciencia reciente consiste en las potencialidades de sus predecesoras junto con algo más. Hay, por lo tanto, un flujo continuo de consciencia como una corriente sin interrupción. El momento de consciencia subsiguiente no es ni absolutamente el mismo que su predecesor -dado que aquello que lo compone no es idéntico- ni enteramente otro -siendo la misma continuidad de energía de karma-. Aquí no hay un ser idéntico, sino que hay una identidad en proceso.
En todo momento hay nacimiento, en todo momento hay muerte. El surgimiento de un momento de pensamiento significa la disolución de otro momento de pensamiento y viceversa. En el curso de una vida hay un renacimiento que se da en un momento dado sin un alma.
No debe entenderse que una consciencia se corta en pequeños trozos y es reunificada como un tren o una cadena; sino que, por el contrario, “fluye continuamente, como un río que recibe de sus afluentes tributarios de la percepción aportaciones constantes a su caudal, y nunca se ofrece al mundo sin las cosas del pensamiento que ha recogido por el camino». Obtiene el nacimiento por su fuente y la muerte por su desembocadura. La rapidez del flujo es tal que difícilmente existe un parámetro por el cual pueda medirse ni siquiera aproximadamente. Sin embargo, a los comentadores de los textos canónicos les gusta decir que la duración de un momento de pensamiento es incluso menor que una mil millonésima parte del tiempo que dura el resplandor de un rayo.
Aquí, encontramos una yuxtaposición de esos fugaces estados mentales de consciencia por oposición a la superposición de los mismos, como algunos parecen creer. Una vez pasado, ningún estado de consciencia vuelve nunca ni es idéntico al que le antecede. Pero nosotros, seres mundanos, ocultos bajo la red de la ilusión, confundimos esta aparente continuidad con algo eterno, llegando al extremo de introducir a esta consciencia en cambio perpetuo un alma invariable, un attā, como supuesta hacedora y receptáculo de todas las acciones.
“El así llamado ser es como el resplandor de un rayo que se resuelve en una sucesión de chispazos que se suceden uno detrás de otro con tal rapidez que ni la retina humana puede percibirlos por separado ni las personas sin formación pueden concebir tal sucesión de chispazos”.
De la misma forma que la rueda de un carro descansa sobre el suelo sólo en un punto, el ser sólo vive durante un momento de pensamiento. Está siempre en el presente, y nunca se desliza sobre el pasado irrevocable. Lo que llegaremos a ser está determinado por este momento de pensamiento presente.
«Si no hay alma, ¿qué es lo que renace?» podría uno preguntar.
Bien, no hay nada que tenga que renacer. Cuando la vida cesa, la energía kármica se re-materializa a sí misma en otra forma. Como dice el Bhikkhu Silacara: «Invisible, toma forma donde sea que estén presentes las condiciones apropiadas para su manifestación invisible. Aquí, mostrándose como un minúsculo mosquito o un gusano; ahí, dando a conocer su presencia en la deslumbrante magnificencia de un deva o en la existencia de un arcángel. Cuando cesa un modo de su manifestación, simplemente muere, y cuando se producen las circunstancias adecuadas, se revela de nuevo a sí mismo con otro nombre o forma».
El nacimiento es el surgimiento del fenómeno psico-físico. La muerte es, simplemente, el final temporal de un fenómeno temporal.
De la misma forma que el surgimiento de un estado físico está condicionado por un estado precedente como su causa, así, la aparición de un fenómeno psico-físico está condicionada por causas anteriores a su nacimiento. Al igual que es posible que se dé el proceso de una existencia sin una entidad permanente que pase de un momento de pensamiento a otro, es posible que se produzca una serie de procesos vitales sin un alma inmortal que transmigre de una existencia a otra.
El buddhismo no niega con rotundidad la existencia de una personalidad en sentido empírico, es decir, no niega la individualidad. Sólo intenta demostrar que no existe en un sentido último. El término filosófico buddhista para individuo es santāna, es decir, un flujo o una continuidad. Ello incluye tanto los elementos mentales como los fisiológicos. La fuerza kármica de cada individuo liga los elementos juntos. Este flujo ininterrumpido o continuidad de fenómeno psico-físico, que está condicionado por el karma, y no se limita sólo a la vida presente -sino que tiene su origen en el pasado sin comienzo y su continuación en el futuro-, es el sustituto buddhista del ego permanente o el alma inmortal de otras religiones.